viernes, 27 de febrero de 2009

Juana de Arco, cuarta parte

_ Y, ¿qué cosas te dice? _ Juana escuchaba la voz del cura como si los separara un profundo abismo.
_ Él dice_ La niña sentía su presencia _, él dice que debo ser buena. Ayudar a las demás personas, y cuidarme mucho _ de pronto comenzó a oír y entender con más claridad _. ¿Cree que venga del cielo?
El cura sonrió, convencido de que tal vez Juana no conseguía buena compañía para jugar, o se sentía sola, y había creado un divertido amigo imaginario. Sí, tenía que ser aquello.
_ Tal vez _ Los ojos de la niña despidieron brillantes _. Pero de lo que sí estoy seguro, es que de donde quiera que venga, debes hacerle caso, porque te da muy buenos consejos_ El cura miró el semblante de Juana y se asombró de que le diera tanta importancia _. Te absuelvo, en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, Amén.
Al fin, por hoy estaba absuelta de todo pecado. Hasta hoy, estaba limpia.
Su alegría al salir de la capilla debió emocionar a todos los santos y vírgenes, una alegría que surgía de la más pura y religiosa devoción. La luz la envolvió y ella, gritando de júbilo, correteó por todo el lugar colinas abajo, por un campo cubierto de una natural alfombra roja; las delicadas flores que allí realizaban su acto inconsciente.
De improviso, supo que debía compartir su dicha con las personas que cuidaban de ella día a día, de modo que, entre contagiosas carcajadas, bajó por los montes cultivados hacia su pueblo, aquel al que tanto apego tenía. La sonrisa de su cara no sabía cómo huir de allí, los demás pueblerinos también sonreían al verla, ya que era rápidamente contagiosa, y encandilaba a más de uno. Había llegado a la puerta de su cabaña.
_ Es… ¡es maravilloso! _ exclamó emocionada, y sus pies, compartiendo también el sentimiento, huyeron de allí hacia otros lugares, nuevamente hacia los trigales y bosques nativos. Sus parientes se miraron extasiados y rieron al ver tanta emoción y felicidad, y por supuesto se preguntaron qué sería aquello tan “maravilloso”.
Su baile celestial no concluía aún, quería recorrer todos los lugares y rincones, comunicarle hasta a la más sencilla de las criaturas que era una con Dios.
Bajó por los montes, amarillos estos, o rojos, lilas quizá. Tropezó, cayó, se hizo daño, pero ya no importó. O tal vez sí. Una gran pierda, se interponía en su camino, la muy mezquina sabía que Juana no se percataría de ella. Y no lo hizo. Sus pies llevaban a cabo la función para la cual estaban destinados, y contra todo pronóstico, fallaron.
Una mala posición en el derecho, mal apoyo en el izquierdo, y la piedra, la gran enemiga, había logrado su cometido. Juana rodó colina abajo, mientras las espigas de trigo habrían paso. Ella, sin embargo, no dejaba de reír. El inerte mineral no había cumplido del todo su misión. Al fin, el movimiento cesó, y jalando enormes bocanadas de aire, con las carcajadas atravesadas, la niña quedó allí.

lunes, 9 de febrero de 2009

Juana de Arco, tercera parte

_ ¿Con “él”?
_ Sí… yo hago intentos de hablarle, pero él habla más tiempo.
_ Pero Juana, ¿quién es este “él”? Las sospechas cada vez tomaban formas más lógicas en su cabeza.
_ Nunca dice su nombre _ concluyó, tajante.
Una oleada de temores en forma de calor atacó al cura, quien, con la voz cada vez más quebrada, intentó obtener información sobre el asunto.
_ Pero… él que… _ hizo un esfuerzo para continuar _, apariencia tiene.
_ Es muy hermoso_. Los ojos de la niña se endurecieron, como si estuvieran confeccionados de un fino cristal.
La mente de Juana se perdía en coros religiosos y luces blanquísimas, en un torbellino alucinante que dejaba paso al ser más importante que en ese momento creía.
Su presencia estaba en la capilla, pero no estaba. Volaba rauda hacia los confines más misteriosos de la fe, que en ella se presentaba más directamente que en nadie. Sus pequeños pies se hallaban sobre un mullido colchón de hojas verdes, y todo a su alrededor era sólo vegetación que respondía también a este mismo color. El sol lo iluminaba todo con una luz cegadora y poderosa. Y allí estaba él, portentoso e impresionante, pero que a su vez poseía la inocencia y la ternura de un niño.
Porque el ser que se hallaba sentado en ese trono de piedra antiguo, no era más que un pequeño, para estar en iguales condiciones que Juana. Su vestimenta, de un blanco inmaculado, resultaba cegadora y avasallante a la vista. Sus ojos infantiles, poseían una austera mirada de adulto, y escrutaban a Juana, a esa niña que él mismo había elegido.
Sí, él la había elegido.